“En todos ellos vi lo mismo: que el estado natural del hincha futbolero es de una amarga desilusión, al margen del resultado del marcador”, dice el autor al recordar por qué razón es hincha irredento del Arsenal, al darse cuenta de que las personas que estaban en la cancha hubieran tenido mil razones para no estar allí. Es como ser “forofo” de la selección de México: hay miles de razones para que con Alemania uno podría estar viendo otra cosa o no viendo nada, pero el futbol es así, como marca Nick Hornby.
Ciudad de México, 23 de diciembre (SinEmbargo).- Este libro fue publicado en 1992. Hace muchos años de aquello y sin embargo sigue siendo el manual de cómo ser hincha. Ahora que pronto nos enfrentaremos a Alemania en Rusia 2018, conviene recordar estas cosas, porque el futbol es así, como lo marca Nick Hornby.
Éste es el relato autobiográfico de la tumultuosa relación del autor con el fútbol y con su equipo, el Arsenal londinense. Con un entusiasmo contagioso y su característica ironía, Hornby nos cuenta lo que ocurre cuando uno deja que el fútbol dé contenido a unos cuantos huecos que deberían haber estado ocupados por otras cuestiones. Este adicto al futbol rechaza invitaciones a bodas porque ese día el Arsenal juega en casa, o asocia su primera gran ruptura amorosa a la pérdida de un jugador emblemático.
Hornby se interroga aquí sobre la esencia de esta obsesión y describe con humor en qué consiste verdaderamente ser hincha de un equipo. Fiebre en las gradas es también una lúcida radiografía de los entresijos deportivos y sociales de este deporte y termina convirtiéndose en una sentida declaración de devoción y lealtad a un deporte, a un club y, sobre todo, a la comunidad de sufridos seguidores que conforman su verdadera esencia.
Fragmento de Fiebre en las gradas, de Nick Hornby, publicado con autorización de Anagrama
1968-1975 17
DEBUT EN CASA ARSENAL – STOKE CITY
14/9/68
Me enamoré del fútbol tal como más adelante me iba a enamorar de las mujeres: de repente, sin explicación, sin hacer ejercicio de mis facultades críticas, sin ponerme a pensar para nada en el dolor y en los sobresaltos que la experiencia traería consigo.
En mayo del 68 (ya sé que es una fecha que tiene sus connotaciones, por descontado, aunque cuando sale a colación yo sigo pensando más en Jeff Astle que en París), nada más cumplir once años, mi padre me preguntó si me apetecería ir con él a la final de la Copa de Inglaterra que disputaban el West Brom y el Everton; al parecer, un colega suyo le había ofrecido dos entradas. Le dije que no me interesaba nada el fútbol, ni siquiera una final de Copa. Y es verdad, en serio, al menos por lo que supuse entonces, aunque me permití la perversión de ver todo el partido por televisión. Semanas después también vi por televisión, entusiasmado y en compañía de mi madre, el Manchester United-Benfica. A finales de agosto me levanté un día muy temprano para oír por radio cómo iba el United en la final de la Copa Intercontinental. Me gustaban Bobby Charlton y George Best (no había oído hablar aún de Denis Law, el tercero de la Santísima Trinidad, que se había tenido que perder el partido contra el Benfica debido a una lesión), y me gustaban con un apasionamiento que me tomó totalmente por sorpresa y que duró tres semanas, hasta que mi padre me llevó a Highbury por primera vez.
Mis padres se habían separado en 1968. Parece ser que mi padre había conocido a otra mujer con la que se fue a vivir, y yo me quedé con mi madre y con mi hermana en una casa pequeña, no adosada, igual que tantísimas otras de los alrededores de Londres. Esta situación no tiene nada de particular por sí sola (aunque tampoco recuerdo que hubiera nadie en mi clase que tuviera padres separados: hicieron falta otros siete u ocho años para que la onda expansiva de los años sesenta recorriese los cuarenta kilómetros que nos separaban de Londres por la M-4), pero la ruptura nos había herido a los cuatro de distintas formas, tal como suele suceder con las rupturas.
Inevitablemente surgieron algunas dificultades a raíz de la nueva fase en que se hallaba la familia, aunque la más crucial fuera en este contexto posiblemente la más banal de todas: el problema tan tópico, pero sin embargo inabordable, del sábado por la tarde que era preciso pasar en el zoo con uno solo de nuestros dos progenitores. Muy a menudo mi padre sólo podía venir a visitarnos entre semana; por razones evidentes, a ninguno nos apetecía quedarnos en casa a ver la televisión, pero tampoco había en realidad ningún sitio al que un hombre pudiera llevar a sus dos hijos, ambos menores de doce años. Por lo general, los tres íbamos en coche a una de las localidades vecinas o a un hotel del aeropuerto, y allí nos sentábamos en un restaurante desangelado y desierto a hora tan temprana. Gill y yo cenábamos pollo asado o filete con patatas, una de dos, más o menos en total silencio (los niños no suelen ser grandes conversadores a la hora de la cena; en todo caso, estábamos acostumbrados a cenar con la televisión puesta), mientras mi padre nos observaba. Debió de volverse loco tratando de idear alguna otra cosa que hacer con nosotros, pero las opciones de que disponía en una ciudad dormitorio como todas las de la periferia londinense, entre las seis y media y las nueve de un lunes por la noche, eran francamente limitadas.
Aquel verano, mi padre y yo pasamos una semana en un hotel de las cercanías de Oxford. Por las noches, nos sentábamos en el desangelado comedor del hotel y yo cenaba pollo asado o filete con patatas, una de dos, más o menos en total silencio. Después de cenar nos sentábamos a ver la televisión con los demás huéspedes del hotel, y mi padre bebía en exceso. Aquello tenía que cambiar.
Ya en septiembre, mi padre volvió a probar suerte con el fútbol, y debió de quedarse de una pieza cuando le dije que sí. Nunca había dicho que sí a ninguna de sus propuestas, aunque rara vez le decía que no. Me limitaba a sonreír con cortesía y emitía un ruidito con el que deseaba expresar interés, pero sin comprometerme: creo que era una muletilla enloquecedora que inventé específicamente en aquella época de mi vida, pero que de alguna manera todavía no me he quitado de encima. Hacía dos o tres años que intentaba llevarme al teatro. Cada vez que me lo proponía, yo me encogía de hombros y sonreía estúpidamente, a resultas de lo cual mi padre terminaba por enojarse y me decía que me olvidase, que daba igual, y eso era precisamente lo que yo quería que dijera. Y no sólo me ocurría eso con Shakespeare: también me inspiraban gran rechazo los partidos de rugby, los partidos de críquet, los viajes en barco, las excursiones de un día a Silverstone y a Longleat. No me apetecía hacer absolutamente nada. No había en ello la menor intención de castigar a mi padre por su ausencia. La verdad es que siempre pensé que me encantaría ir con él a donde fuera, exceptuando todos los sitios que a él se le ocurrían.
El año 1968 fue, supongo, el más traumático de toda mi vida. Después de la separación de mis padres nos mudamos a una casa más pequeña, aunque durante una temporada, por no sé qué serie de circunstancias, nos quedamos sin casa y tuvimos que ir a vivir con los vecinos; estuve enfermo, con una grave ictericia; empecé a ir a la escuela primaria. Pecaría de prosaico si creyera que la fiebre por el Arsenal que estaba a punto de apoderarse de mí no tuvo nada que ver con todo este lío. (Y me pregunto de paso cuántos otros hinchas, si se vieran en el brete de tener que examinar las circunstancias que les han llevado a su personal obsesión futbolera, encontrarían algún otro equivalente del típico drama freudiano. A fin de cuentas, el fútbol es un deporte fantástico, desde luego, pero ¿qué distingue a los que se contentan con ver media docena de partidos por temporada –ir a ver los partidos grandes, pasar de los partidos basura, es seguramente lo más sensato que se puede hacer– de los que se sienten obligados a verlos todos en vivo y en directo? ¿Por qué viaja alguien de Londres a Plymouth un miércoles, gastando un preciado día de vacaciones, para asistir al partido de vuelta de una eliminatoria cuyo resultado había quedado más que visto para sentencia durante el partido de ida que se jugó en Highbury? Ya puestos, si esta teoría que relaciona el hecho de ser un hincha con una imprecisa forma de terapia se aproxima en cierto modo a la realidad, ¿qué carajo se oculta en el subconsciente de las personas que van a ver los partidos valederos para un trofeo tan insignificante como el que patrocina la Leyland DAF? Tal vez sea preferible no llegar a saberlo nunca.)
Existe un cuento de un escritor norteamericano llamado Andre Dubus. Se titula “El padre en invierno”, y trata de un hombre cuyo divorcio lo ha separado de sus dos hijos. En invierno, el trato que tiene con ellos es el típico de una relación tensa e incluso enojosa: van una tarde a un club de jazz, otra tarde van al cine, otra van a cenar temprano, y se miran unos a otros en silencio. Cuando llega el verano y pueden ir a la playa, padre e hijos se llevan de maravilla. «La larguísima playa y el mar era su jardín; la manta extendida sobre la arena, su casa; la neverita portátil y el termo, la nevera de la cocina. De nuevo vivían como una familia de verdad.» En las telecomedias y en las películas hace tiempo que se ha empezado a reconocer esta terrible tiranía que ejerce el lugar, y representan a no pocos hombres que van dando tumbos por los parques con unos niños intratables y malhumorados, que a lo sumo juegan un poco al frisbee. En cambio, “El padre en invierno” para mí significa mucho porque va bastante más allá: consigue aislar qué es lo verdaderamente valioso en la relación entre padres e hijos, y explica con sencillez y concisión por qué aquellas excursiones al zoo estaban condenadas de antemano al fracaso.
En este país, que yo sepa, lugares como Bridlington y Minehead nunca podrían proporcionar el mismo tipo de liberación que las playas de Nueva Inglaterra que aparecen en el relato de Dubus. Sin embargo, mi padre y yo estábamos a punto de encontrar el perfecto equivalente británico de aquellas playas. Las tardes de los sábados en el norte de Londres nos proporcionaron un contexto en el que con toda naturalidad podíamos estar juntos. Podíamos conversar cuando nos diera la gana, el fútbol nos daría algo de que hablar (y, en cualquier caso, los silencios no eran opresivos), aparte de que los días disponían de una estructura propia, de una rutina. El campo del Arsenal iba a ser nuestro jardín (y teniendo además un césped perfectamente inglés, a menudo podríamos contemplarlo con tristeza bajo una fina llovizna); el bar de fish and chips de los Cañoneros que hay en Blackstock Road, nuestra cocina; las gradas de la Banda Oeste, nuestro cuarto de estar. Fue un decorado maravilloso, que además cambió nuestras vidas cuando más tenían que cambiar, sólo que también fue absolutamente exclusivo: mi padre y mi hermana nunca encontraron un sitio en el que convivir de verdad. Puede que eso ahora ya no ocurra; puede que una niña de nueve años, en la década de los noventa, sienta que tiene el mismo derecho de ir a un partido que nosotros sentimos en su día. Sin embargo, en 1969 y en nuestra localidad, esta idea no estaba muy extendida, y mi hermana tuvo que permanecer en casa, con su madre y sus muñecas.
No recuerdo gran cosa del partido que se disputó aquella primera tarde. Gracias a uno de esos trucos de la memoria estoy capacitado para ver con claridad el único gol: el árbitro pita un penalti (entra corriendo en el área, señala el punto fatídico con el índice, se oye un clamor); se hace el silencio cuando Terry Neill se dispone a lanzarlo, y el gentío emite un gemido cuando Gordon Banks se lanza a un lado y para la pelota, que vuelve muy oportunamente a los pies de Neill: esta vez, marca el tanto. No obstante, estoy convencido de que esa imagen la he construido poco a poco a partir de lo que desde hace mucho tiempo conozco sobre incidencias similares. Estoy convencido de que no vi nada de lo que he relatado. Todo lo que realmente vi aquel día fue una desconcertante cadena de incidentes incomprensibles, al final de la cual todo el mundo a mi alrededor se puso en pie gritando a voz en cuello. Si llegué a reaccionar igual, tuvo que ser con un vergonzoso margen de diez segundos después de todo el griterío.
Sin embargo, sí dispongo de otros recuerdos más fiables y seguramente más cargados de sentido. Recuerdo la abrumadora virilidad de todo el ambiente, el humo de los puros y las pipas, las palabras malsonantes (palabras que yo había oído antes, aunque no entre adultos, y menos a semejante volumen), y sólo al cabo de muchos años se me ocurrió que a la fuerza había tenido que surtir efecto todo aquello en un chaval que vivía con su madre y con su hermana. Recuerdo haber contemplado más al público que a los jugadores. Desde donde estaba sentado, seguramente pude haber contado a más de veinte mil espectadores, cosa que sólo es capaz de hacer el aficionado al deporte (o Mick Jagger o Nelson Mandela). Mi padre me indicó que en el campo había tanta gente como la que vivía en mi pueblo, y yo sentí el lógico respeto al asimilar esa información.
(Las multitudes que asisten a un partido de fútbol ya no nos parecen asombrosamente grandes, sobre todo porque desde la guerra han ido reduciéndose progresivamente. Los entrenadores a menudo se quejan de la apatía de su público, sobre todo cuando sus mediocres equipos de Primera o Segunda División han conseguido evitar una abultada derrota durante unas cuantas jornadas de liga. Lo cierto es que si el Derby County logró una entrada media de unos diecisiete mil espectadores durante la temporada de 1990-1991, año en que terminó de farolillo rojo de Primera División, tuvo que ser de milagro. Pongamos que unos tres mil fueran hinchas del equipo visitante: eso supone que entre los catorce mil restantes hubo gran número de personas que fueron a ver al menos dieciocho veces en un solo año el peor fútbol que se haya visto nunca. A decir verdad, ¿qué necesidad tenían de ir?)
De todos modos, no fue la nutrida multitud lo que más me impresionó, ni tampoco fue que los adultos gozasen de absoluta libertad para gritar insultos como “¡SOPLAPOLLAS!” a voz en cuello y sin llamar demasiado la atención de los demás. Lo que más me impresionó fue sin duda que muchos de los hombres que estaban a mi alrededor detestaban, odiaban de veras estar allí. Por lo que yo sé, nadie parecía disfrutar, al menos en el sentido en que yo entendía ese término, nada de lo que allí ocurrió en toda la tarde. Pocos minutos después del pitido inicial se hizo patente la ira (“Eres un DESGRACIADO, Gould. ¡Es un MIERDA!” “¿Cien libras por semana? ¡CIEN LIBRAS POR SEMANA! ¡Eso mismo tendrían que pagarme a mí por venir a verte jugar!”). A medida que fue pasando el tiempo de juego, la ira se convirtió en una generalizada sensación de atropello, para helarse después en un descontento malhumorado y silencioso. Ya, ya me sé todos los chistes al respecto. ¿Qué otra cosa podía esperar en Highbury? Lo cierto es que también fui a los campos del Chelsea, del Tottenham y de los Rangers, y en todos ellos vi lo mismo: que el estado natural del hincha futbolero es de una amarga desilusión, al margen del resultado del marcador.
Creo que los hinchas del Arsenal sabemos en el fondo muy bien que el fútbol que se suele ver en Highbury no ha sido especialmente bello, y que esa reputación que por tanto nos han colgado, según la cual somos el equipo más aburrido de la historia universal, no es tan mitificadora como quisiéramos. En cambio, cuando tenemos un equipo capaz de cosechar algunos éxitos, perdonamos casi todo. El Arsenal que yo vi aquella tarde llevaba algún tiempo cosechando fracasos espectaculares. En efecto, no habían ganado nada desde el año de la Coronación, y ese fracaso abyecto y sin paliativos equivalía a echar sal en los estigmas abiertos de los hinchas. Muchos de los que estaban a nuestro alrededor tenían toda la pinta de los hombres que han visto todos los partidos de todas las temporadas insípidas, estériles. El hecho de que me estuviera inmiscuyendo en un matrimonio que se había agriado de forma desastrosa dotó a aquella tarde de una lascivia particularmente apasionante (de haberse tratado de un matrimonio de verdad, los niños habrían tenido prohibido el acceso al campo): uno de los cónyuges iba dando tumbos de un lado a otro en un patético intento por complacer al otro, que a su vez se había vuelto de cara a la pared, tan cargado de aborrecimiento que ni siquiera soportaba mirar. Los hinchas que no pudieran acordarse de cómo fue la década de los treinta (aunque a finales de los sesenta eran muchos los que la recordaban bien), la época en que el club ganó cinco Ligas y dos Copas de la Asociación de Fútbol Profesional, recordaban en cambio a los Compton y a Joe Mercer de la década anterior; el propio estadio, con sus hermosas graderías de estilo art déco y sus bustos tallados por Jacob Epstein nada menos, daba la sensación de no ver con buenos ojos a la muchedumbre que se había congregado, casi equiparable a todos los habitantes de mi pueblo.
Había estado anteriormente en diversos espectáculos públicos; había ido al cine y al teatro, y había visto a mi madre cantar con el coro del White Horse Inn nada menos que en el salón de actos del ayuntamiento. Pero todo aquello no tenía nada que ver con el fútbol. El público del que hasta ese momento yo había formado parte en una u otra ocasión pagaba su entrada a cambio de pasarlo bien, y aunque muy de vez en cuando fuera posible descubrir a un niño inquieto y deseoso de irse, o a un adulto en pleno bostezo, nunca había visto tantas caras distorsionadas por la rabia, la frustración o la desesperación. El espectáculo en forma de dolor era un concepto totalmente nuevo para mí. Parecía algo que yo había estado esperando a descubrir.
Puede que no sea demasiado descabellado insinuar que fue una idea que a la postre terminaría por configurar mi vida entera. Siempre me han acusado de tomarme demasiado en serio las cosas que más amo –el fútbol, por supuesto, pero también los libros y los discos–, y es cierto que me invade una especie de ira cuando oigo un mal disco o cuando alguien se muestra tibio ante un libro que significa mucho para mí. Tal vez fueran aquellos hombres desesperados y amargados que se habían reunido una tarde cualquiera en la Banda Oeste, en el campo del Arsenal, los que me enseñaron a encolerizarme de esa manera; tal vez por eso mismo me gano la vida al menos en parte haciendo las veces de crítico; tal vez sean sus voces las que oigo cuando estoy escribiendo. “Eres un SOPLAPOLLAS, Mengano.” “¿El Premio Booker? ¿EL PREMIO BOOKER? A mí tendrían que dármelo por haber tenido el valor de leerte.”
Aquella tarde fue la que dio comienzo a todo esto. No hubo un noviazgo más o menos prolongado. Y ahora soy consciente de que si hubiese ido a White Hart Lane o a Stamford Bridge en vez de acudir a Highbury, habría ocurrido exactamente lo mismo: así de abrumadora fue aquella primera experiencia. En un desesperado y sensato intento de impedir que sucediera lo inevitable, mi padre me llevó a ver a los Tottenham Spurs una tarde en que Jimmy Greaves le calzó cuatro roscos al Sunderland. Su equipo ganó por 5-1. Pero el daño estaba hecho, y aquellos seis goles, por no hablar de los excepcionales jugadores que vi en aquel partido, me dejaron frío. Ya estaba enamorado del equipo que había ganado al Stoke por 1-0 gracias al rechace de un penalti.
UN JIMMY HUSBAND REPETIDO ARSENAL – WEST HAM
26/10/68
En aquella ocasión, que fue mi tercera visita a Highbury (un empate sin goles: había visto a mi equipo marcar en total tres goles en cuatro horas y media), a todos los niños nos dieron gratis un álbum de Estrellas del Fútbol. Cada página del álbum estaba dedicada a un equipo de Primera División, y contenía unos catorce o quince huecos para pegar los cromos de los jugadores del equipo. También nos regalaron un paquete de cromos con el que empezamos nuestra colección.
Ya sé que no es corriente describir así las ofertas promocionales, pero el álbum resultó ser el último paso, el paso crucial de un proceso de socialización que había comenzado en el partido contra el Stoke. Los beneficios que tenía en el colegio el ser aficionado al fútbol eran sencillamente incalculables (aunque el profesor de educación física fuera un galés que intentó en una memorable ocasión prohibirnos dar patadas a un balón redondo incluso en casa): puede que la mitad de mis compañeros, y posiblemente una cuarta parte del personal docente, fueran entusiastas aficionados al fútbol.
No es de extrañar que yo fuera el único hincha del Arsenal durante aquel primer año. El Queens Park Rangers, equipo de Primera División más cercano a donde yo vivía, contaba con Rodney Marsh; el Chelsea tenía en sus filas a Peter Osgood, el Tottenham tenía a Greaves y el West Ham tenía a tres héroes del Mundial: Hurst, Moore y Peters. El jugador más conocido del Arsenal era probablemente Ian Ure, quien debía su fama a su hilarante incompetencia en el campo y a sus apariciones en el concurso televisivo Quiz Ball. En cambio, en aquel primer curso gloriosamente saturado de fútbol no importaba que estuviera solo. En la ciudad dormitorio en que vivía, ningún club tenía el monopolio de los hinchas; además, mi mejor amigo del momento, hincha del Derby County como su padre y su tío, estaba igual de aislado que yo. Lo principal era ser creyente. Antes de clase, en el recreo y a la hora de comer, jugábamos al fútbol en una cancha de tenis y con una pelota de tenis. Entre clase y clase nos cambiábamos los cromos de Estrellas del Fútbol: por ejemplo, Ian Ure por Geoff Hurst (era extraordinario que los cromos tuvieran el mismo valor), Terry Venables por Ian St. John, Tony Hately por Andy Lochhead.
De esta forma, el ingreso en el colegio para iniciar la educación secundaria fue inimaginablemente fácil. Es probable que yo fuera el más bajito de mi curso, pero la estatura carecía de importancia, aunque mi amistad con el hincha del Derby, que era el más alto con diferencia, también me vino muy bien; si mi trayectoria como alumno no se distinguió por los éxitos (a final de curso me metieron en el carro de los del montón, con los que permanecí durante el resto de mis estudios de secundaria), las clases al menos eran pan comido. Ni siquiera el hecho de ser uno de los únicos tres chavales que aún llevábamos pantalón corto me resultó tan traumático como debiera. Mientras supieras cómo se llamaba el entrenador del Burnley, a nadie le importaba que fueras un chaval de once años vestido como uno de seis.
De aquel tiempo a esta parte, esa historia se ha repetido en varias ocasiones. Los primeros amigos que tuve en la universidad, con los que trabé amistad sin mayores problemas, eran hinchas de tal o cual equipo; examinar con aire de estudioso las páginas deportivas de un periódico durante el almuerzo de un primer día de trabajo todavía despierta hoy una reacción de simpatía. Y sí, sí que estoy al tanto de la otra cara de este maravilloso recurso del que disponemos los hombres: terminamos por ser unos reprimidos, fracasamos en nuestras relaciones con las mujeres, nuestra conversación es trivial, aburrida; somos incapaces de expresar nuestras necesidades emocionales, no conseguimos relacionarnos como debiéramos ni siquiera con nuestros hijos, morimos sumidos en la soledad y en la tristeza. ¿Sabes qué pienso? ¡Qué cojones importa! Si uno puede llegar a una escuela en la que hay otros ochocientos chavales, la mayor parte de ellos mayores, todos ellos más altos que uno, y no sentirse intimidado simplemente porque lleva a un Jimmy Husband repetido en el bolsillo de la chaqueta, creo que el trato valió la pena.
DON ROGERS SWINDON TOWN – ARSENAL (EN WEMBLEY)
15/3/69
Esa temporada fui con mi padre otra media docena de veces a Highbury; mediado marzo de 1969 ya estaba mucho más allá del punto de no retorno al que suelen llegar los 31 001-352 Fiebre 7/2/08 17:09 Página 31 hinchas. Los días de partido me despertaba con un retortijón de nervios en el estómago, una sensación que continuaría intensificándose hasta que el Arsenal hubiese logrado una ventaja de dos goles al menos, y en ese momento sí empezaba a relajarme un poco: a decir verdad, sólo llegué a relajarme una vez, cuando le ganamos al Everton por 3-1 antes de Navidad. Mi enfermedad sabatina llegaba al extremo de que insistía en estar en las gradas del estadio poco después de la una de la tarde, dos horas antes de que empezara el partido. Esta extravagancia la aguantaba mi padre con estoica paciencia, aunque a menudo hacía frío, y aunque a partir de las dos y cuarto mi distracción era tal que imposibilitaba toda comunicación.
Los nervios que tenía antes de cada partido eran siempre así, aunque no nos jugásemos nada. En aquella temporada, el Arsenal había perdido toda opción al título de Liga allá por noviembre, algo más tarde que de costumbre; esto supuso que dentro del desarrollo global de los acontecimientos ya no tenía prácticamente ninguna importancia que ganaran o perdiesen los partidos que fui a ver. A mí, en cambio, me importaba hasta la exasperación. En estas primeras fases, mi relación con el Arsenal era de naturaleza totalmente personal: el equipo no existía más que cuando yo estaba en el estadio (no recuerdo que me sintiera especialmente hundido a raíz de los pésimos resultados en campo contrario). Por lo que a mí se refería, si ganasen los partidos que yo viera en directo por 5-0 y perdieran todos los demás por 10-0, la temporada habría sido espléndida, probablemente conmemorada con un viaje del equipo en pleno, en un autobús abierto, para recorrer la M4 con el único propósito de venir a saludarme.
Hice una excepción en las eliminatorias de Copa: deseaba que las ganase el Arsenal incluso en mi ausencia, pero caímos derrotados por un único gol en el campo del West Brom. (Debo señalar que me obligaron a acostarme antes de que se supiera el resultado, pues el partido se jugó un miércoles por la noche, y mi madre anotó el resultado en un papel que colocó en mi estantería, para que yo lo viese nada más despertar a la mañana siguiente. Me quedé medio atontado, mirándolo durante largo rato: me sentí traicionado por lo que ella había escrito. Si de veras me amaba, a la fuerza tendría que haberse apañado un resultado mejor que aquél. Tan doloroso como el resultado fue el signo de exclamación con que lo remató, como si fuese…, bueno, como si fuese una exclamación. Me pareció tan fuera de lugar como si lo hubiera utilizado para subrayar el fallecimiento de un pariente: “¡La abuela murió pacíficamente mientras dormía!” Estas decepciones aún me resultaban totalmente novedosas, por supuesto; igual que cualquier otro hincha, ahora ya casi las doy por supuestas. En el momento en que escribo estas páginas, he vivido el dolor de una derrota en una final de Copa nada menos que veintidós veces, pero nunca tan intensamente como la primera vez.)
Nick Hornby (Maidenhead, 1957), licenciado por la Universidad de Cambridge, ha ejercido de profesor y periodista y ha colaborado en publicaciones como Time Out, The New Yorker y The Independent. Es autor también de las novelas Fiebre en las gradas, Alta Fidelidad, Érase una vez un padre y la reciente Funny Girl.